Increíble (IIIII)

Una caricia divina

Increíble (IIIII)[1]

— Gómez.

— No me va a creer señor, pero…

— Exacto Gómez. No le voy a creer, así que ni intente explicar. Usted está…

— Pero señor, déjeme que le cuente –suplicó el empleado, con tono lastimero.

— No, basta Gómez. Le dije que leyera el cuento del lobo y el pastorcito. Me harté Gómez – explicó el jefe realmente irritado, hasta en las axilas.

— Pero justamente jefe, eso es lo que me pasó. Para meterme en la atmósfera del cuento me fui al bosque y…

— Ah bueno, no me diga que lo atacó un lobo.

— Sí, si. Exacto. Me atacó un lobo. Mejor dicho nos atacó un lobo. Estaba con mi mujer.

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Increíble (IIII)

Una caricia divina

Increíble (IIII)1

— Ah, bueno. Por fin apareció. Gómez, venga para acá –ordenó el jefe, mientras bajaba las gafas hasta la punta de la nariz—.

— ¿Usted debe ser el jefe? ¿Qué tal?

— ¿Qué? ¿Ahora se va a hacer el desmemoriado, Gómez?

— No. Lo entiendo, deje que le explique.

— ¿Otra de sus fantásticas historias? ¿Qué le pasó este fin de semana? ¿Alguien lo embrujó? ¿Le lavaron el cerebro? ¿Lo convirtieron en el juguete sexual unos marcianos? ¿Le hicieron una lobotomía y quedó más estúpido, Gómez?

— No, señor. Yo en realidad soy el hermano de Gómez. O sea, yo también soy Gómez, pero no soy el Gómez que usted cree, si no, su hermano. O sea, otro Gómez.

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Increíble (III)

Una caricia divina

— ¡Gómez! Venga para acá, Gómez –llamó el jefe mientras se levantaba las mangas de la camisa y se secaba la transpiración de la cara.

— Si jefe, ¿có có cómo le va? –saludó el empleado mientras movía nerviosamente los ojos y el cuello.

— Otro lunes, otra vez tarde, Gómez.

— Si jefe, tiene razón. Ya no sé co co como disculparme. Es una co co cosa de no creer, ya lo sé.

— ¿Qué  le  pasa  Gómez?  –preguntó  el  jefe,  inclinando  la  cabeza  hacia  un  costado  y entrecerrando los ojos, en una clásica expresión de “¿qué carajo le pasa a este tipo?”—. Encima de llegar tarde, ¿se hace el tartamudo?

— No, no me hago. Pero no sé si me va a creer lo que me pasó.

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Increíble (II)

Una caricia divina

— Venga Gómez, venga —llamó el jefe con tono cansado, casi resignado.

— Si, jefe, ¿qué necesita?

— A ver Gómez, explíqueme cómo puede ser que otro lunes llegue tarde.

—Yo sé que es difícil de creer, usted dirá que a mí me pasan todas, pero es verdad lo que le cuento.

—  A ver, la semana pasada fueron los accidentes contra los canteros y el secuestro de los ovnis, ¿esta vez que le pasó?

—  Bueno, le cuento. ¿Vio que el viernes nos quedamos hasta tarde acá? Bueno, salí y cuando llegué a mi casa ya estaba oscuro. Me bajé del auto…

—  Ah, ¿ya se lo arreglaron?

—  Sí, sí.

—  Siga Gómez.

—  Bueno, me bajé del auto y cuando estaba abriendo el portón de mi casa, salieron de los arbustos tres tipos encapuchados, me tiraron al piso, me taparon la cabeza –contaba Gómez, gesticulando exageradamente. Como…

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Increíble (I)

Una caricia divina

— Tarde Gómez, tarde de nuevo —resopló el jefe.

— Pasa que tuve un problema el viernes cuando salí de acá.

— Ajá. A ver, ¿Qué problema?

— Salí de acá y le metí derecho por la avenida hasta la rotonda, —comenzó a explicar Gómez, con estudiada tranquilidad— y justo que estoy entrando a la rotonda un pelotudo se me cruzó y maniobré y le pegué al cantero del medio. Casi parto el auto en dos, por suerte no me pasó nada.

— Si…por suerte. Y dígame, ¿qué tiene que ver eso con que usted llegue tarde otra vez?

— Pasa que después de eso llamé a la grúa para que me llevara el coche. Como a la media hora cayó un gordo de esos a los que se le ve la raya cuando se agacha, ¿vio?

— Ajá —respondió el jefe mientras ordenaba sus papeles, sin demostrar mucho interés en las excusas de Gómez.

— Bueno, el…

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